¿Ser Mendoza o no ser vino? En esta tierra, donde las viñas forman parte del paisaje y de nuestros hábitos, solemos plantearnos este silogismo: de la cepa a la botella, de la botella a la copa, de la copa al sabor que encierra placer. Ese placer que da sentido al paladar y lo sofoca con la alquimia del suelo.
La copa se empaña, los labios, tan secos como las manos del podador, se dejan impregnar por la baya en su origen. ¿Ser Mendoza o no ser vino? El sol asoma desde un cerro, ilumina el charco de agua dulce, atraviesa el arduo trabajo de la finca, abre surcos de compañía, rinde homenaje a la amistad, sonríe como los labios color malbec y se fusiona como el encuentro entre amantes. Se comparte en toda ocasión, nos da vida si lo consideramos con equilibrio.
El aroma de las bodegas escapa por las ventanas en una vendimia que no envejece, pese a los duros años del productor. He soñado que en una botella se esconde una historia, como la puerta que oculta los secretos de una casa. Puede hablar por ella, y por eso nos invita a hablar sobre su nombre, tan famoso por dar tanto beneficio a hombres y mujeres. Es un signo sabio, una herencia que nos enseña a ser.
El vino se entrega al ser: es opulento y a la vez humilde, lo que le impide olvidar sus raíces. Vive en las familias mendocinas desde tiempos antiguos, como el cruce de los Andes, como aquel que fuera gobernador de Mendoza. ¿Qué hace al vino mendocino tan presente en las mesas del mundo? Tal vez su cultura diplomática, su oportunidad en el deleite que sosiega a la familia humana.
Lleno de espiritualidad, es concelebrado en los altares. Es católico, tan universal como la muerte y la resurrección. ¿Ser Mendoza o no ser vino? Cierra heridas por unas horas y es tan pendular como la realidad.
¿Quién viste al vino? ¿El dinero? ¿El marketing? ¿La etiqueta? Si tiene vida, ¿dónde habita? Como las cepas, globaliza el mundo y lo riega, volviéndolo tan esencial como el linyera que lo esconde en una bolsa o como el noble que lo bebe sobre manteles con adornos de marfil. Rompe estereotipos e iguala al hombre en condiciones.
Mendoza lo ha tomado prestado de la madre tierra. En sus bodegones se guarda la cuenta para que las generaciones venideras saboreen la esencia, cultura diversificada en sus formas y en el pensamiento de todo mendocino. ¿Ser Mendoza o no ser vino?
Bebida nacional con un único mandato: unir en fraternidad, al ritmo pausado de una cueca o una tonada, en un proceso y un ciclo que ha mutado hacia la modernidad.
El vino es equilibrio, tan viejo y tan joven a la vez, que da vida al cuerpo en sus taninos. En la finca corre el murmullo de que esta noche vendrá la helada y el envero está en peligro. ¿Ser Mendoza o no ser vino? Como el péndulo en sus movimientos opuestos, marca una hora circular, esa hora es armonía. Como la botella añeja conservada a la luz del sol, el vino existe para darse y ser, con idiosincrasia mendocina.




