De niño, y en plena siesta, solía caminar hacia la biblioteca de la ciudad, “Mariano Moreno”. Muchas veces, al llegar hasta la puerta, estaba cerrada. Me desplazaba unos metros hacia la derecha, montaba unos ladrillos sobre las baldosas y observaba por el ventanal, con curiosidad, todos aquellos libros. Sacaba una hoja de la maleta de cuero, la apoyaba contra el vidrio y comenzaba a dibujar la forma de los libros con sus títulos. El sol traslucía la hoja, y las grafías con dibujos parecían estar trazadas en ambas caras del papel.
Cuando llegaba la noche, hacía lo mismo bajo la luz de la luna. Me resultaba muy difícil, pero lograba ver parte de lo que había dibujado.
Lo que más me llamaba la atención era que el foco de mi pupila se centraba en un libro resguardado, debajo de enciclopedias, en el anaquel superior. Siempre brillaba por su color sol metalizado, como perdido en una esfera sin centro.
Cuando me dormía, pensaba que mi vida era un papel donde yo escribía y borroneaba los errores. A veces me confundía y contaba con letras: consonantes y vocales. Pero reaccionaba y volvía a los números. El fonema que menos me gusta es la h: demasiado seria. En cambio, la s, con tanto humor e introvertida.
Siempre que veía un objeto, pensaba en la letra inicial de su nombre y buscaba su origen, lo que me llevaba al alfabeto griego, y más allá, al egipcio. También pensaba cuál sería la palabra más importante del mundo. Pasaba horas reflexionando, pero siempre recaía en la misma: AMOR, tan intangible y abstracta como las matemáticas.
Aquella tarde, estando la biblioteca abierta, entré. Me dirigí hacia aquel libro metalizado. Era como una piedra que sostenía a los demás. Leí en su lomo: poesía. Lo tomé. Todas las hojas estaban en blanco, menos una, la del final.
Decía:
“Pide lo que quieras – ¿Quieres crear? – Tú puedes crear, solo nombra lo que quieras significar – Fin.”
Lo memoricé y caminé de regreso a casa. Entré en mi habitación, miré el espejo y, con una fibra, escribí la palabra Amor. En un instante, la superficie del espejo se rompió en pedacitos, todos simétricamente del mismo tamaño. Comencé a ver que cada uno tenía una letra que nunca había visto en ningún lado. El grafema no se leía, o mejor dicho, no se representaba.
Di vuelta un pedacito, y estaba la letra A. Así fui girando los demás fragmentos, y a cada uno le correspondía una consonante o vocal.
Así nació el equivalente de una nueva lengua, revelada en sus signos:

Estaba ante un alfabeto diferente; las letras titilaban al ritmo de un corazón. Cada letra que tocaba era como acariciar la piel de una persona: tenían vida. Me quedé pensativo y, al ver lo que había pasado al pronunciar la palabra “amor”, decidí formarla con las nuevas grafías. Por consiguiente, busqué…, repetí la palabra en voz alta, y cada letra comenzó a sangrar. Inmediatamente, la sangre formó un corazón humano, el cual me…
habló así:

(Yo soy el mundo y vivo por el halito de la palabra Amor)
Lo repetí, y el espejo se reconstruyó. Lo recreé. Miré hacia él, y el corazón — que no paraba de despedir sangre— me habló desde el reflejo. Cuanto más me acercaba, más fuerte latía y más intensa se volvía su voz:
— Tienes que llevarme a la biblioteca, abrir el libro Poesía y guardarme dentro de él. Yo no soy el alma, pero sin mí, ella no existe. Soy quien da vida al alma.
Me puse en marcha. Llegué a la antigua biblioteca, abrí la puerta, subí al anaquel superior, lo saqué de la maleta abrí el libro y lo guardé dentro. Lo solicité prestado, ya que era socio.
Transité por Alsina hasta llegar a la calle Buenos Aires y Salta, mi domicilio. Entré nuevamente a mi habitación, abrí el libro, y el espejo formó la palabra Poesía. Se dibujó una boca, que me habló:
— ¿Qué quieres que cree?
— Por ejemplo… ¿Un ente que no exista? Como pudiste ver, lo hice con el lenguaje —pensé y le dije—: un nuevo mundo.
— Ya eres poeta. Tu misión será resignificar lo no significado, aquello que siempre estuvo en el mundo, y darle valor desde la imaginación.
Entró el sol por la ventana, soplé sobre sus partículas, y se abrió un portal con un código. La boca volvió a hablar y me dijo:

(Empieza a morir y resiste: aprenderás a vivir).
Crucé el umbral, y la naturaleza del mundo me fusionó.
El reflejo de la boca me dijo:
— Devuelve el libro a la biblioteca. El arte es una forma de decir e interpretar el mundo, tanto el propio como el externo. Otro también mirará ese anaquel con su libro, como vos, y creará, a cada instante, mundos nuevos.


