Hace unos días, publiqué un cuento escrito en 2017. Es un relato extenso, fantástico y de final abierto, que reúne múltiples recursos literarios. Gustó a muchos de mis colegas, pero uno de ellos señaló algunos errores de puntuación. Se lo envié nuevamente y, con buena disposición, lo corrigió.
Los errores eran sencillos: puntos, mayúsculas y algún signo de interrogación. Me detuve a revisar el texto, algo que no había hecho al escribirlo con rapidez y leerlo con prisa.
«SÍ, ME DETUVE»
Comprendí y acepté la corrección. Eran detalles mínimos dentro de un texto de cierta complejidad.
«SÍ, ME DETUVE»
Observé los cambios, los incorporé y volví a leerlo, respetando los signos que aportaban armonía y pausas necesarias, mejorando su sentido. Fue entonces cuando recordé lo que le había dicho al colega antes de la corrección: «El error no está en el error, sino en el sujeto.»
¿Cómo entenderlo? En esencia, todo proceso de corrección pasa por tres fases fundamentales:
• Comprender.
• Aceptar.
• Disipar.
El texto es el plano donde la convención y el código le otorgan coherencia y cohesión. Gracias a ésto, se reformateó y adquirió una nueva solidez.
«SÍ, ME DETUVE»
Entonces, ¿dónde radica el error? ¿En el corrector, en el corregido o en el texto mismo?
En esta triangulación, el error fue superado, y ninguno de los actores—ni siquiera los lectores—cargó con el peso de lo cotidiano.
La rapidez, la exploración y la escucha difusa pueden obstaculizar la comprensión. Sin embargo, estos elementos no dejan de ser el inicio de la competencia comunicativa en un campo infinito, tan simple y a la vez tan complejo como los errores de la vida.




