La bohemia, en sus múltiples acepciones, ya sea como una forma de vida artística, otorga un gran significado a lo no convencional dentro de lo convencional, y viceversa. Sus distintas facetas, que surgieron en el siglo XVIII, marcaron el inicio de un movimiento artístico que perdura hasta nuestros días. Mucho se ha dicho y escrito sobre ella en fuentes accesibles a todos.
Aquí abordaré lo intrínseco del vínculo entre la locura y la creatividad, aspectos inseparables de la bohemia. Un ser bohemio puede vivir en el desconcierto de sí mismo, incomprendido en su intimidad y vida personal. Sin embargo, su obra trasciende esa incomprensión: puede ser desinteresada, conflictiva, interpelativa o adquirir belleza en su implicatura disciplinar. La creación lo absorbe por completo, desde la visión y lectura que nutren la cultura hasta su capacidad de dotar de significado al arte, tan realista como el naturalismo o tan maravilloso, surrealista y fantástico como una mente en su propio tratamiento, en su propio mundo para el mundo.
Nunca conforme, el bohemio puede perderse en las arterias laberínticas de la sociedad, siendo perfectamente incorrecto, pues su conciencia es inocente ante el absurdo y la insensibilidad de los caminos humanos. Vive rápido y muere joven. En un sinsentido existencial, puede desear la muerte como una evasión sobrehumana o caer en la máxima locura, que lo conducirá a la lucidez o al martirio autoinfligido. Si sobrevive, será un opositor al mundo, un revolucionario del espíritu y del pensamiento, y su poesía incomodará los muros y las celdas.
La bohemia es vanguardista e innovadora. Rompe cánones, pues su estudio no es lineal: observa el mundo y sus instituciones desde una interpretación sui generis. Siempre colapsa en un desinterés absoluto, sin que nada le importe realmente. El hombre es simultáneamente nada y servicio, como si su estatus o sus creencias formaran parte de un emblema no inferido. Contempla lo que no se ve y se pierde sin noción del tiempo. Sabe que el tiempo está en él y que se diluye como la arena en un reloj. No cree en los mesianismos humanos. Su mirada colectiva se expresa en gestos tan simples como ofrecer una flor con una sonrisa.
Es un amante epiceno y se adapta al devenir del confinamiento, de aquellos que lucran con la necesidad. Consciente de que el hombre no transforma la realidad, sino que es transformado por ella, si no la acepta ni la perfecciona, buscará inventar una dialéctica ante el dolor.
Su camino ha sido una cornisa; sin embargo, camina por ella con precisión milimétrica. Sabe que Dios solo es conocido por unos pocos. Se pierde en los caminos de cualquier ciudad, intentando materializar un orden dentro del caos. Su obra simple y ontológica sostiene su pulso. La herida que marcó su vida en la niñez cerrará con la muerte. Su llaga es inversa y su estudio es cosmológico.
Es un demiurgo que busca lubricar los engranajes de un mecanismo que tiende a la autodestrucción. Sueña con sembrar un campo de girasoles en el seno íntimo del hombre y, por ello, será condenado o sobrevivirá.




